
Cuando rondaba los ocho años, mis padres tuvieron la feliz idea de llevarnos a vivir a una huerta, la huerta de Santa Catalina, en la afueras de la ciudad. Tenía de todo: alberca, cochineras, establos, corral de aves, un pequeño jardín con altísimas palmeras… Antes de llegar a ella había que parar en un cruce que siempre atrapaba mi atención. Allí un hombre, en una modesta vivienda, tenía instalado al aire libre un pequeño ingenio con el que fabricaba cuerdas. Este relato no recoge esos años de mi infancia, pero detrás de esta historia está aquella huerta en la que todos fuimos tan felices.
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